Entró a mandar en cierta aldea un alcalde de monterilla, y tomó tan en serio su cargo, que hasta a su mujer prohibió que le tuteara. Por la cosa más mínima hacía prender aun al más amigo. Comentando esta actitud algunos vecinos, uno de ellos apostó con los otros a que le diría en su cara alcaldillo dos veces, y para ganar la apuesta le convidó a comer en ocasión de un disanto. Sirvieron entre otros manjares unas magras con una salsilla como para chuparse los dedos, y el anfitrión decía a menudo a su convidado, a presencia de los otros apostadores: «¡Al caldillo, señor alcalde; al caldillo, que está más bueno que las tajadas!» Así lo oí contar al doctor García Blanco, mi paisano y maestro de hebreo.