Cuentan que así se confesaban y eran absueltos, en pelotón, ciertos soldados. El cura castrense les iba preguntando a tenor de cada uno de los mandamientos, y a gritos respondían con un sí sus infractores. Al postre, el buen capellán les echaba una bendición y al par tocaba un silbato en señal de quedar absueltos.